Hong Kong, el Israel asiático

El victimismo chino no conoce límites. Con la llegada del año nuevo del calendario lunar se presenta la ocasión de conocer gente nueva y de rememorar esas conversaciones que nunca debieron haberse tenido. Se acerca una tormenta, como advertía Anne Hathaway a cierto caballero oscuro. Y en los últimos meses se ha producido un avance en los motivos y excusas del retraso chino. Porque sí, ahora China ha dejado de ser un país en desarrollo (fazhan zhong guojia) para convertirse repentinamente en un país atrasado (luohuo guojia). ¿Humildad china? En absoluto: victimismo nato. La excusa ahora es que la guerra con los demonios occidentales dejó a China en un estado de atraso económico y social que ha durado hasta nuestros días y que sólo ha podido ser subsanado, en parte, gracias al Gran Timonel, Mao Zedong. ¿Y a qué viene este repentino cambio? La respuesta es, cuanto menos, curiosa: Jackie Chan y su última película, La Armadura de Dios III/Zodíaco Chino. Pero vayamos por partes.

Jackie Chan es, como todos sabemos, el famoso actor/director de películas de acción cómica del Hong Kong de los 90. Si bien considerado un “payaso” por gran parte de sus compatriotas honkoneses, su fama no empezó a menguar considerablemente hasta después del famoso escándalo sexual de su protégé Edison Chen en 2008, en el cual se vio implicado y, especialmente, como consecuencia de sus declaraciones políticas al año siguiente. Tal vez consciente de que el público de Hong Kong no volvería a otorgarle los éxitos comerciales precedentes, Jackie Chan comienza a embestir la ex-colonia inglesa como si de una de sus acrobacias se tratase: “Diez años del retorno de Hong Kong a China, puedo verlo cada vez más claro: no estoy seguro de que sea bueno tener libertad”; “Si eres demasiado libre, serás como el Hong Kong de ahora. Es muy caótico. Taiwán también es muy caótico”; “Los chinos necesitamos ser controlados”; etc. Tal vez la prohibición en China de su película Shinjuku Incident el mismo año en que dio la espalda a su ciudad natal tenga algo que ver.

Su nuevo refrito, Zodíaco Chino, un remake/tercera parte de su exitosa La Armadura de Dios, es la continuación de toda esta sarta de improperios contra Hong Kong y el mundo libre y civilizado: los malvados occidentales (ingleses, pero ante todo occidentales) robaron las obras de arte chinas y sumieron al país en la guerra, causando así su atraso actual. Porque, como todos sabemos, ninguna guerra ha arrasado jamás a esos malvados países no-chinos, como Alemania, Estados Unidos, Japón, Corea del Sur, incluso Hong Kong. Todos ellos han prosperado, aun sin la ayuda del Gran Timonel Mao, porque ninguna bomba atómica estalló en Hiroshima o Nagasaki ni régimen alguno destruyó casi por completo la ciudad de Seúl.

Pero una de las afirmaciones que más sorprenden de la película, y que uno no se cansa de refutar día tras día, es la falacia de que los occidentales robaron objetos chinos que ahora exponen en sus museos y, según reconocen los propios chinos, en el Museo Británico. Una amiga, observando las fotos de varias cerámicas de Jingdezhen, me preguntaba cómo éstas podían estar en mejor estado de conservación que las que hay en China. Irónica pregunta. Lo cierto es que la mayor parte de lo que se conserva en el Museo Británico, como en muchos otros, fue comprado bien a sus productores (cerámicas), bien a sus dueños (manuscritos de Dunhuang), bien rescatado del vandalismo chino (estatua enorme de un Buda de la dinastía Sui en el mismo Museo Británico). ¿Alguien me explica como pudieron robarse tantas cosas y de tan gran tamaño delante de las mismísimas narices de millones de preocupados ciudadanos chinos?

¿Y qué hay del Antiguo Palacio de Verano?  En 1860, durante la Segunda Guerra del Opio, varios enviados británicos, entre ellos gente tan culpable de crímenes de guerra como un periodista, fueron torturados por los chinos. Como represalia, James Bruce, Lord Elgin, ordenó la destrucción del Palacio y, como es de suponer, muchos soldados se entregaron también al saqueo. Lo que el amigo Jackie Chan nos oculta es lo que ocurrió poco después –tampoco menciona, dicho sea de paso, el evento detonante del conflicto, la tortura y asesinato de inocentes–: que dieciséis jardines permanecieron intactos hasta que los dulces revolucionarios chinos al servicio del benevolente Mao Zedong decidieron destruirlos. Gracias a los malvados demonios occidentales que tanto criminaliza Mr. Chan, todavía deben quedar, en colecciones privadas, objetos chinos de gran valor artístico que los propios chinos jamás han sabido valorar salvo para lanzar argumentos nacionalistas.

Pero volvamos a Hong Kong y a su caoticidad. La ciudad es tan caótica que la gente no te mira de forma extraña por la calle –lo cual, si bien reduce las posibilidades de un occidental para “mojar”, también reduce las posibilidades de contraer alguna desconocida enfermedad venérea–, ni tampoco escupen al suelo, o se saltan las colas, ni hablan a gritos, ni mucho menos observan en grupo y se ríen mientras un marido maltrata a su mujer o a su hija. Hong Kong es, de hecho, tan caótico como cualquier ciudad civilizada y la influencia inglesa no es casual: papeleras especiales con bolsitas para recoger los excrementos de los animales de compañía –también presentes en Madrid–, calles convenientemente señalizadas y edificios numerados, semáforos que cumplen su función y la norma casi oculta, secreta, de caminar por la izquierda para evitar aglomeraciones. La comida tampoco decepciona, porque aunque uno pruebe las delicias de los inmigrantes del continente, un preciso control de calidad evita ciertos disgustos digestivos. Y el paladar también lo agradece. Comer de un puestecito torpemente instalado en una esquina es aquí tan saludable como hacerlo en el Hive, restaurante frecuentado por muchos famosos y que sirve una excelente y asequible comida local.

El visitante que llegue de China podrá contemplar otras peculiaridades de este caótico entorno demasiado libre, pequeños detalles en los que se ve realmente dónde recae la civilización. Por ejemplo, los baños no sólo son de estilo occidental –hay que perderse en una villa al otro extremo de la isla Lantau para encontrar una taza turca– sino que también se mantienen limpios y bien ambientados, ya sea por la celeridad del servicio o por la pulcritud de sus usuarios. Los habituales 7-11, como muchos otros comercios, permiten disfrutar de lujos que el visitante del continente ya había olvidado: maquinillas de afeitar de tres cuchillas –en Guangzhou sólo hay de dos–, gomina que cumple su función con una mínima dosis en lugar de dejarte el pelo como si del lodo de un pantano se tratase y, cómo no, bebidas energéticas. Porque el Red Bull que se vende en China no sólo es bajo en cafeína, sino que su contenido de taurina es prácticamente nulo (suponemos que la alimentación del continente ha minado tanto la salud de los consumidores que una dosis fuerte de estos productos podría sobreexcitarlos demasiado).

Las excusas que se lanzan contra la gran metrópoli de las tríadas es que la vida allí es muy estresante y la cultura china es casi inexistente porque, como todos sabemos, para que los chinos sigan siendo chinos puros deben renunciar a los rascacielos y vivir en chabolas cultivando el campo. No es estrés, es libertad, algo a lo que ciertos países parecen ser alérgicos. ¿Cultura china? En Hong Kong, como en Taiwán, se puede contemplar en dos días más cultura china que en medio año en el continente: nada más llegar tenemos el templo de los Diez Mil Budas, que hace honor a su nombre, situado en una bonita montaña –con un igualmente precioso cielo azul inexistente al otro lado de la frontera– en la zona de Shatin. En el corazón del barrio de las tríadas y antiguo paraíso de la prostitución reconvertido en joyerías de lujo, Mongkok, uno puede perderse por la Temple Street y visitar el Tinhau gumiu o Antiguo Templo del Cielo Posterior. En la Isla Lantau, por supuesto, tenemos la gran estatua de Buda que nunca falta en las grandes producciones de los 90, con varios monasterios a sus pies y la villa de pescadores Tai O, donde, según cuentan los lugareños, se refugiaban los chinos que huían del régimen comunista. Las tiendas de souvenires nos deleitan con todo tipo de objetos budistas y daoístas, incluida la clásica figura de cerámica pintada de Kwaan jigo, la divinidad a la que rinden culto las tríadas y la policía de Hong Kong. Como contrapunto uno puede visitar en el continente la Academia Chengnan en la histórica ciudad de Changsha, “parque” académico establecido en el s. XII y que guarda en su interior… ¡fotografías de Mao Zedong!

Hong Kong es, a todas luces, un Israel sínico en medio de Asia. Como Israel, es fruto de constantes ataques por parte de esos diletantes de regímenes totalitarios y asesinos reconvertidos en héroes nacionales. Como Israel, Hong Kong está siendo constantemente amenazado por bombas humanas, aunque de otro tipo –así llaman aquí a las mujeres chinas que llegan embarazadas para disfrutar gratuitamente de los privilegios de la sanidad de Hong Kong–. Y como Israel, recibe Hong Kong a todo tipo de acusadores que prefieren la suciedad moral, intelectual y corporal de China –o de Palestina– antes que la pulcritud, civilización y orden de este bastión de humanidad en la otra punta de Asia. Por ello habría que recomendar a todos estos erómenos de la inmundicia que cojan sus ajuares de mediocridad intelectual, de sinecdótica justicia social y marchen, con su comunismo disfrazado, a esos países cuya falta de libertad tanto aman, para no volver más. Nosotros nos quedaremos aquí, estresados con nuestra libertad, pero disfrutando de ella, mientras ellos se hunden cada vez más en ese Estado fecal que tanto aprecian. Muchos coreanos lo hicieron y, ¿quién podrá negar las maravillas del comunismo cuando en la República Democrática de Corea del Norte todos lloran y compiten en lagrimosa apuesta ante la muerte prematura de su Gran Líder?


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